Había
llegado el gran día y para entonces, todos los niños del orfanato sabían la
noticia de que Natalie, seria reclamada por su familia biológica. El rumor se había esparcido como la pólvora y
las versiones variaban, según la edad de quien las contaba.
Los
más jóvenes, se construyeron la fantasía de que la madre de Taly era una
princesa de cuentos de hadas, que venía a buscar a su hija pérdida. La vestían
con trajes rosas o azules y especulaban sobre su belleza, guiándose por las
características de su rubia amiga. Coches tirados por corceles blancos y un
palacio de rubíes y esmeraldas, cruzaban su avispada imaginación; dándole alas
al resto de los niños, para redecorar la historia de forma aún más inverosímil.
Aun
así, Natalie –quien tampoco conocía los detalles- se deleitaba escuchando las
narraciones de los infantes y sonreía, al imaginarse los más inauditos
escenarios. Soñaba con la idea de ver a una hermosa mujer ataviada con vestidos
de salón, largo cabello rubio y una expresión dulce –solo para ella.
Pero
existían otras versiones de la historia, que no la hacían tan feliz.
Como
por ejemplo, la teoría de que fue abandonada porque nunca fue amada o que su
madre había muerto y quienes la reclamaban, eran una familia lejana. Algunos se
lo decían directamente a la cara y en consecuencia ella –con todo gusto-, se
les abalanzaba para hacerlos callar a golpes.
Joset
era la encargada de hacerle ver, que esos rumores eran engendrados por la
envidia y los celos. Se esforzaba porque ese día fuera especial para su
hermana, pero la duda estaba bien infundada.
-¿Qué
otra razón habría, para que me abandonara en Francia?
-Tú
no sabes lo que paso realmente –intentaba convencerla-. Ella te lo explicara,
en su debido momento.
-¿Por
qué no vino antes? –Continuó ignorándola.
La
morena perdió la paciencia.
-¡Ya
basta, Natalie!
La
rubia levantó la cabeza y la observó atentamente.
-Si
te sigues creando historias como esas, no tendrás interés en escuchar la verdad
–se sentó a su lado-. Espera a que sea ella, quien te lo explique.
Natalie
suspiro largamente.
-Supongo
que tienes razón… como siempre –sonrió.
Se
levantó de su cama con energías renovadas y se posó frente al espejo, para
verse mejor.
Las
monjas la habían obligado a ponerse un vestido blanco de encajes –la tela que más
odiaba en el mundo- y ella no paraba de sobarse los brazos, para eliminar la
comezón.
-Es
insoportable –comenzó a halar las mangas, para alejar la tela de su piel.
-¡No
lo sigas halando así o lo romperás! –Exclamó la morena, golpeando suavemente
sus manos.
-¿Me
lo prometes? –Gimoteó.
-¿Por
qué te lo pusiste, si tanto lo odias? –La ayudó a acomodarse el pelo.
-La
hermana Zoraida, dijo que se me veía lindo –siguió moviéndose, inquieta-.
Prácticamente me forzó a ponérmelo.
El
silencio reinó por unos segundos.
-Sabes
que si resulta ser tu mamá, ya no tendrás que obedecer a las monjas. ¿Verdad? –Preguntó
“inocentemente”.
Natalie
se volteó lentamente -asimilando esa última frase- y sonrió malévolamente.
-¡Tienes
razón!
Apenas
lo dijo, comenzó a quitarse el vestido -el cual parecía habérsele pegado a la
piel- y enseguida lo dejo tirado sobre la cama. Fue hasta su ropero y sin
perder el tiempo, se decidió por el mismo vestido que ocupaba durante las
navidades.
-¡¿Ese?!
–Exclamó escandalizada.
-Si.
¿Qué tiene de malo?
Joset
se puso la mano en la barbilla y lo meditó. Ese vestido era el más elegante que
tenía Natalie en su ropero y definitivamente, era mucho mejor que el de encaje
blanco y tul; el cual la hacía verse como una muñeca de lazos, extravagante.
-¡No
es nada! Después de todo, se trata de una ocasión especial -sonrió
abiertamente.
La
rubia se colocó la prenda con cuidado y dejo que Joset, siguiera trabajando con
su pelo.
El
cepillo le acariciaba el cuero cabelludo deliciosamente y enseguida comenzó a
sentirse adormilada; lo cual ayudaba a mermar los nervios que sentía.
-¿Has
visto a la hermana Carol, últimamente?
-¡Si!
A veces me la encuentro en el comedor –comentó Joset-. Pero solo me saluda de
lejos.
-Tampoco
nos espera en el patio, por las tardes –recordó-. ¿Crees que este molesta?
-¿Por
lo de tu mamá? –Natalie asintió con la cabeza- Es posible.
A
través del espejo, observo su ánimo decaer.
-¡Es
inevitable que eso pase, Taly! Sabes que ella te quiere mucho, pero tú no debes
sentirte mal por ello– afirmó convencida-. Es tu vida y tienes derecho a estar con
tu verdadera familia.
-Es
verdad que en ocasiones, eres mucho más madura de lo que aparentas –admiró la
mayor.
-Tu
si eres tan inmadura, como aparentas –se burló.
-Joset,
en un momento llegara mi presunta mamá. Por favor, no me hagas pelear contigo ahora -le
rogó- Nunca acabamos bien paradas.
-¡Que
gracioso seria que tu primer encuentro con ella, fuera en esas fachas! –La
siguió picando.
La
rubia no pudo contenerse más.
-¡Joset!-
Inmediatamente, se puso en posición de ataque.
Fue
en ese preciso momento que tocaron a la puerta y la morena pudo respirar
–aliviada.
-Salvada
por una monja –masculló.
-Por
el momento -amenazó.
Seguidamente,
la hermana Zoraida entró muy agitada y con una sonrisa que no le cabía en el
rostro.
-¡Natalie,
ella ya está aquí!
Sus
palabras tuvieron el impacto que había estado buscando.
Natalie
no supo si reír o llorar y solo fue consciente del constante latir de su
corazón. Sus manos de repente se pusieron muy frías, las piernas le temblaron y
de un momento a otro, ya no estuvo segura de querer verla.
¿Qué
le diría? ¿Cómo debía actuar?
Preguntas
como esas, solo contribuían a marearla y estuvo a punto de caer víctima del
pánico. Pero afortunadamente, detrás de ella estaba su ángel guardián. Una
fuerte palmada por parte de Joset en su espalda, sirvió para que recuperara el
aliento.
-¡Ánimo!
¡Que no se diga que Natalie, es una cobarde!
Esta
rio divertida y aun tambaleándose –por los nervios-, asintió decidida.
-¡Pero
mira que eres obstinada, chiquilla! –Intervino Zoraida.
Las
niñas no entendieron el súbito comentario, hasta que notaron sus ojos sobre el
vestido de la rubia. Rieron cómplices, ante la mirada frustrada y acusadora de
la monja.
-Bueno,
ya no se puede hacer nada -admitió-. Por favor Joset, termina de acomodarle el
pelo a tu hermana lo más rápido que puedas.
-Hermana
Zoraida, las mejores cosas de la vida se hacen esperar –recitó algo que ella
misma, les había enseñado en clase.
-Y
yo me pregunto, cuándo podré ganarles una discusión a ustedes dos -bromeó.
-¡Nunca!-
Respondieron entre risas.
En
la oficina de la Madre Superiora, se respiraba un aire de ansiedad, incomodidad
y nervios.
Había
resultado ser una reunión más conglomerada de lo que se tenía previsto y
algunos de los presentes se movían inquietos, mientras que otros rezaban porque
el día pasara rápidamente.
En
primer lugar se encontraban Albert y
Anabel Britch, sentados frente al escritorio.
La
pareja estaba tomada de las manos y en lo que se las apretaban -para darse
coraje-, el hombre era incapaz de detener el tic nervioso de su pierna derecha.
Dios era testigo de que le había costado
noches de sueño reparador, convencer a su esposa de asistir al encuentro.
Annie
no era una mujer fácil de tratar. Era altiva, desafiante y aunque en el hogar
solía ser muy afectuosa y devota, cuando se enojaba era de temer.
No
era de extrañar que en el instante en que le mencionara a Natalie, se haya
desatado una batalla campal en el comedor de su casa y que su propio hijo, se haya
escondido en su habitación para no ser testigo de ello. En ningún momento la
mujer dio su brazo a torcer y habría mandado a su marido a dormir a la calle,
de no ser porque se sintió benévola en ese momento.
Pasado
el mal rato, Anabel se encerró en su alcoba y de allí no salió durante días.
Llegó al punto, de preocuparles su salud física y mental.
No
escuchaba, no comía, no hablaba con nadie y la situación se extendió por casi
dos semanas, hasta que por medio de Luis, consiguió hacerla entrar en razón. No
supo de qué hablaron ella y su hijo, pero cuando este consiguió sacarla de la
habitación, la respuesta de su esposa había cambiado para bien.
Asegurándose
de que esta no tuviera tiempo de retractarse, los trámites se llevaron a cabo
con prontitud y se sentía orgulloso de decir, que su esposa aún se sostenía
firme a su lado.
Aunque
eso, también podía cambiar.
Por
otro lado, Anabel rezaba porque a la niña que entrara por esa puerta, no la
hubieran llenado de falsas esperanzas; porque ella misma no las tenía. Hacía
tiempo que se había resignado a la derrota y a rezar cada noche; pidiéndole
perdón a su hermana –Emma- por no ser capaz de encontrar a Evelin. Su única
razón para estar allí, era la insistencia de su hijo.
Además
de la Madre Superiora, también se encontraba Henry -situado a espaldas de su
jefe- y a su lado, el representante de la embajada inglesa.
-¿Tardará
mucho? –Preguntó el juez.
-Acaban
de ir a buscarla –informó amablemente-. Ya no debe tardar.
-Eso
espero –Anabel muy por el contrario, no se media al mostrar su disgusto.
Su
actitud no fue del agrado de la monja a cargo, por lo que pensó que no sería
mala idea informarse sobre ellos.
-¿Podrían
explicarme, como es que dieron con Natalie? –Cruzó las manos sobre su
escritorio.
-Las
pistas nos llevaron hacia ella –explicó Albert-. Sobre todo, porque las circunstancias
parecen coincidir y los años nos han enseñado a ser precavidos.
-Si
le digo la verdad Madre –intervino la mujer-, ya hemos pasado por esto
incontables veces.
Nuevamente,
hizo gala de un tono grosero y déspota. No fue hasta que sintió el disimulado apretón
en su mano derecha, que no relajo sus facciones y gestos. Inmediatamente, le dedicó
una muda disculpa a su esposo.
-Perdónela,
Madre –le rogó Albert-. Pero entienda que no ha sido fácil para nosotros.
-Lo
entiendo perfectamente, Sr. Britch –concedió-. Pero le ruego, me entienda usted
a mí. He cuidado de Natalie desde el día en que entro por esa puerta –señaló
tras ellos- y no quiero verla pasar por una situación… embarazosa.
-Eso
no sucederá. Le doy mi palabra.
-Se
lo agradezco y de todo corazón, espero que encuentren aquí lo que han estado
buscando.
La
pareja asintió –agradecida- y todos guardaron silencio absoluto, cuando se
escucharon dos golpes sobre la puerta.
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