Saturday, November 11, 2017

La Dama Perdida ~ Cap 10

Carolina atravesaba los pasillos con rapidez, a la vez que los acontecimientos a su alrededor se llevaban a cabo a una velocidad que ella no era capaz de igualar. Apenas eran las cinco de la tarde y Natalie ya se estaba preparando en su habitación, para irse con sus tíos al hotel. El abogado de los ingleses, junto al apoyo del juez y el consentimiento de la Madre Superiora, hicieron posible que la expedición de la custodia se llevara a cabo ese mismo día y que ahora su pequeña, llevara - orgullosamente- un apellido.
Sus esperanzas habían jugado en su contra y nada de lo que había intentado, consiguió que su disfuncional familia se mantuviera unida.
A las 6:00 pm de ese mismo día, todos se encontraban congregados alrededor de un par de angelitos que no tenían valor para soltarse; ni ellos para separarlas. Las pequeñas lloraban a moco tendido, mientras que a un par de metros de allí -dentro del auto-, Henry moría en deseos de acabar con todo aquello y demostraba su exasperación, golpeando la puerta del auto con la punta de los dedos.
No quería ser insensible, pero la despedida se había prolongado demasiado tiempo -incluso para Anabel y Albert-, debido a que la morena estaba desconsolada y Natalie había declarado que no se iría de allí, hasta dejar a su hermana más tranquila. ¡Pobre de aquel, que se atreviera a contradecirla!
La rubia acariciaba el pelo de su hermana, al tiempo que le recalcaba su intención de llamarla todos los días y visitarla, siempre que fuera posible. Pero Joset no cedía y aunque intentaba serenarse para que su hermana pudiera irse conforme, no lo conseguía.
Cada vez que la veía a los ojos y pensaba que el día de mañana no la tendría junto a ella, sentía su corazón romperse en miles de pedazos. Le parecía antinatural que ellas dos pudieran separarse, después de todo lo que habían pasado juntas. Sin embargo, la confianza que Anabel Britch había generado en ella, le dio a entender que su hermana sería muy feliz dentro de esa familia y que no le impedirían a Natalie, comunicarse con ella. Se alegró de que su pequeña conspiración no diera resultado e incluso la hermana Carolina, parecía conforme.
Dándose fuerzas, Joset alejó suavemente a su hermana y recuperó su porte soberbio.
-Sera mejor que te vayas, Taly -dijo en perfecto inglés-. No los hagas esperar más.
Su voz se notaba afectada por los espasmos de su cuerpo, pero Natalie consideró que eso era todo lo que podría hacer por ella.
-¿Segura de que estarás bien?
-No te agobies por mí. ¡Estaré bien! -No fue muy convincente- Solo cerciórate de llamarme en cuanto llegues, para que me cuentes como es Londres.
Ambas hicieron amago de sonreír, pero viendo que era inútil, volvieron a abrazarse como despedida. Joset dejó un beso en su frente y la otra, le devolvió el gesto.
Cuando se separaron, llegó el turno de las monjas de despedirse.
Todas se encontraban presentes y alguna que otra lloraba disimuladamente; pero la felicidad de la niña era contagiosa. Las más severas -incluida Madre Isabel-, le palmeaban la cabeza torpemente y dejaban una bendición en su frente.
Otras se arrodillaban junto a ella y la abrazaban con fuerzas y otras, simplemente no sabían cómo demostrar lo afectadas que se encontraban. Para cada una, Natalie tenía una palabra de ánimo o un gesto infantil que las dulcificaba; pero cuando se acercó a la hermana Carolina, ninguna de las dos se contuvo.
La mayor la elevó en el aire y la abrazó con posesividad, sin poder creer que su rayito de luz se estuviera alejando. Natalie aceptó sus atenciones, pero cuando la Madre Superiora les dedicó un gesto severo, se separaron y despidieron por primera y última vez.
-Espero que seas muy feliz, mi niña -le dijo con congoja-. No te olvides de nosotras ¿De acuerdo?
Natalie asintió y tomando la mano de su tía, les dijo adiós -con la mano- a los niños que la observaban desde sus habitaciones o clases. Estos le devolvieron el gesto efusivamente y desde esa distancia, la variedad de emociones fue evidente.
-¡Cuídate Natalie!
-¡Vuelve pronto!
-¡Pórtate bien!
-¡No nos olvides, Taly!
La niña entró en el auto -conmocionada- y aun diciéndoles adiós a sus amigos y a su hermana, fue perdiendo de vista la gran edificación y las viviendas que la rodeaban. Era la primera vez que se alejaba de todo aquello que conocía y podía recordar; pero aun cuando creyó abandonar parte importante de su corazón en ese lugar, no podía evitar sentirse libre de unas pesadas ataduras. Los echaría de menos, pero frente a ella se extendía un brillante futuro junto a una nueva familia y no estaba en sus planes desaprovecharlo
Cuando se giró para verlos, los mayores le sonrieron compresivos y con una felicidad que no deseaban ocultar. Se sentaron a ambos lados de la menor y dulces carcajadas, acompañaron su viaje de vuelta a casa.

El viaje en avión, no resultó ser tan traumático para la niña como los mayores se imaginaron que seria. Pese a que viajaban en primera clase, temieron que la menor se arrepintiera de su decisión en el momento en que tuviera que subirse en la gran bestia de acero.
Nada más lejos de la realidad.
Lo disfrutó como la niña que era y se deleitó con el paisaje en miniatura, que se extendía bajo ellos. Apreció cada momento; cada cambio en la geografía y no se sintió intimidada ante las turbulencias o los frenéticos movimientos del avión. Su primera experiencia de ese tipo, se grabó a fuego en su mente y la atesoró como su primera aventura en familia.
Pero cuando llegó a tierra, sí que se sintió intimidada. Londres no era ni por asomo, la ciudad lúgubre, triste y solitaria que se había imaginado. No estaba cubierta por un manto de niebla y definitivamente, sus habitantes no andaban de cuello y corbata.
Todo lo contrario.
Reconocía que era muy pintoresca, divertida y mucho más majestuosa que Paris. Al menos ahora podría relajarse, sabiendo que no dormiría en una mansión negra, azotada por rayos y rodeada de cuervos.
¿De dónde había sacado esas ideas?
Probablemente del hecho de que la mayoría de los libros que leía, fueran de terror y que todos ellos, estuvieran inspirados en la Inglaterra Victoriana. Ya fueran de fantasmas, misterio, crimen o cataclismos, todos y cada uno de ellos fomentaron una imagen bastante pobre de su ciudad natal. No le desagradó la sorpresa, pero aun así se sentía diminuta en comparación con la enorme ciudad.
En Francia, no tuvo la oportunidad de desenvolverse socialmente y empezar en un lugar en el que se le exigía tanto, no le parecía lo más lógico. Sus tíos eran personas muy importantes y -según Henry- se codeaban con la crema y nata de la población; por lo tanto, ella debería estar a la altura.
En un comienzo, pensó que sería divertido aprender reglas de comportamiento y gramática -entre otras-; pero era consciente de que también sería agotador.
Le bastaba con ver a sus tíos levantar una simple servilleta, para hacerse una idea de lo que le esperaba. Los mayores hacían gala de modales que ella no poseía e incluso ignoraba que existían. Si a eso se le sumaba su carácter explosivo y travieso, la tarea se complicaba aún más.
Sin embargo, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados y ella no había llegado allí, a base de mentiras. En ningún momento le dijeron que sería fácil adaptarse, así que le tocaba acostumbrarse a los cambios.
Dejó de lado sus pensamientos, cuando el auto atravesó un enorme portón automático y seguidamente, avanzó por un camino empedrado -escoltado por rosales y estatuas de mármol-. Se asomó por la ventanilla con curiosidad y por un segundo, le pareció haber regresado al orfanato. No entendía la razón por la cual cuatro personas necesitaban tanto espacio para vivir, cuando ella solía compartir habitación con más de seis niños.
Era un mansión de dos pisos -sin mencionar el ático-, la cual contaba con un ala norte y un ala sur. Probablemente poseería un sinfín de habitaciones con sus respectivos baños y balcones, repartidas por toda la estructura y se adivinaba tan elegante por dentro, como por fuera.
Bañada por los rayos del atardecer, reflejaba un aura de comodidad y calidez que llamaba la atención de los transeúntes. Más aún, por el inmenso jardín multicolor que la presentaba.
La propiedad en general era colosal y a pesar de eso, eran visibles las residencias vecinas -igual de ostentosas-, solo separadas por extensas parcelas bien cuidadas y dignas de una postal. Tal vez sus amigos no se equivocaron, al decir que viviría una historia de princesas.
Apenas llegaban a la entrada de la mansión, cuando un caballero de edad avanzada, esmoquin de corte recto y una pajarita perfectamente colocada, salió a recibirlos cordialmente. Se acercó al vehículo solemnemente y con movimientos agiles, ayudó a Anabel a descender de este cual si fuera una reina.
A ella la siguieron Henry, Albert y por último Natalie; la cual intentaba por todos los medios que su asombro no fuera evidente.
-¡Virgen Santa!
La exclamación provino –increíblemente- del mayordomo, quien había quedado en shock al verla salir del coche. El hombre parecía haber visto un fantasma y cada vez que miraba los ojos turquesa de la niña, sentía que caería de espaldas.
-Es un milagro, Andrew- explicó Albert, al notar su estado-. ¡La encontramos, viejo amigo!
Los dueños de la mansión sonrieron extasiados ante su incredulidad, debido a que a ellos les sucedió exactamente lo mismo. Era evidente que todos habían dado por hecho, que se trataría de una falsa alarma –nuevamente- y por ello, nadie se había preparado para semejante noticia. Incluso Luis, se había mostrado escéptico y ellos no podían esperar a ver su reacción.
-Srta. Evelin -murmuró afectado-. Me alegra infinitamente, tenerla de nuevo en casa -realizó una exagerada reverencia, a falta de una expresión más efusiva.
Parecía realmente conmocionado por su presencia, por lo que Natalie decidió ignorar -por esta única vez- el hecho de que la llamaran, Evelin.
-Yo también estoy feliz, de estar aquí –musitó, temerosa de romper alguna norma de conducta.
El mayordomo le sonrió, a modo de aprobación.
-Andrew. ¿Está Luis en casa? -Preguntó Annie, quitándose su abrigo-. Estoy ansiosa por ver su expresión, cuando la vea.
El aludido recuperó la compostura y respondió a la pregunta.
-¡Sí, madame! El señorito Luis, los espera en el jardín trasero. Presumo que se sorprenderá, cuando le den la noticia.
-¡No lo dudo! -Exclamó Albert, sonriente- ¡Ven preciosa! Vamos a que conozcas a tu primo.
Natalie aceptó a tomarlo de la mano y dejarse guiar, pero la voz de Henry los detuvo a tiempo.
-Yo me retiro a mi apartamento -anunció con cansancio.
-¿Tan pronto? –Cuestionó la mujer.
-Este viaje me dejó agotado y para rematar -añadió con picardía-, tengo una esposa muy exigente en casa. Necesito estar descansado y dispuesto.
Los mayores entendieron a qué se refería y lo reprendieron con la mirada, por comentarlo frente a una niña -aunque esta no se diera por enterada.
-En ese caso, te veo mañana en la oficina -Albert se adentraba cada vez más, en la vivienda-. Quiero dejar los papeles de Evelin -la nombrada le propinó un fuerte apretón en la mano-… perdón; de Natalie -rectificó-, en orden.
Andrew se extrañó, al escuchar ese nombre.
-Te lo tendré todo listo.
-¡Cuento contigo!
-¡Nos veremos pronto, Natalie! ¡Pórtate bien!
-¡Adiós, tío Henry!
-Andrew por favor -le pidió su patrón-, acompáñalo al garaje.
-Enseguida, señor.
Observaron al dúo alejarse por un lateral del jardín, hasta que –nuevamente- Natalie fue halada hacia el interior de la mansión.
Pasaron por delante de una escalera blanca  con forma de caracol,  seguida por una sala de estar rodeada de grandes ventanales, que daban paso a una terraza visiblemente cómoda. Esta se hallaba bajo un techo de caoba negra y estaba rodeada por una verja repleta de helechos y orquídeas.
Pero cuando llegaron allí, notaron que Luis no estaba por los alrededores.
Solo cuando  Natalie se atrevió a levantar la vista del pórtico, pudo ver como frente a ella -atravesando un jardín de gardenias- se extendía un inmenso laberinto, cuyas paredes se alternaban entre granito y hiedra; regalándole la sensación de estar frente a un enorme juego de dominós, cuidadosamente colocados. Era una visión gloriosa e impactante, pues no creyó posible que semejante obra de arte pudiera ser recreada en una residencia privada.
Supuso que los Britch no corrían peligro de perderse en él; pero solo había una entrada y una salida, por lo que no estaba muy segura de ello.
-¿No dijo Andrew, que estaría aquí? -Preguntó su tío, aun sosteniéndola de la mano.
-Probablemente se cansó de esperar y entró en el laberinto.
-Puede que tengas razón -concedió-. ¡Vamos a echar un vistazo!
Según se iban acercando al laberinto de hiedras, este se hacía cada vez más grande, imponente y llamativo. Ya en la entrada, guiada por la curiosidad e incomodidad de sentirse encadenada al hombre, decidió que quería explorarlo más a fondo y a su manera. Inmediatamente se zafó del agarre y dándoles a probar un poco de su rebeldía, la rubia se adentró en el laberinto y haciendo caso omiso a las advertencias de su tía, se dejó esconder por la alta vegetación.
El sitio expedía un aura mágica y misteriosa, a la que no se podía resistir. No quería esperar para conocer cada uno de sus recovecos y escondrijos, ni para sentirse bienvenida entre aquellas paredes.
Las murallas le regalaban sombre fresca y por primera vez, se sintió a gusto estando sola. No quería compartir la sensación de libertad, que la embargaba allí escondida -lo cual resultaba irónico- y guiándose por su instinto travieso, huyó a toda prisa de las voces de los mayores. Sin embargo no se preocupó por ser regañada, porque a lo lejos sus tíos parecían divertirse con ese nuevo juego.
-¡Natalie, si te pierdes tendrás que pasar la noche aquí! -La broma de su tío, casi la hizo retroceder.
La niña se carcajeó bajito, al recordar que en situaciones semejantes las monjas ya habrían sufrido un ataque de pánico -al creerla extraviada- y que la presencia de una ulcera, sería casi inminente. Pero Anabel y Albert, ya habían pasado por situaciones como esas.
Luis también solía ser muy travieso y solo necesitaron mirar a Natalie una vez, para saber que ella también les traería problemas y una que otra migraña. De hecho, ya les extrañaba su comportamiento retraído y juicioso, cuando era obvio que no era ese tipo de persona. Razón por la cual, su espontaneidad -más que sorprenderlos- los alivió.

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