Finalmente,
el sol dio inicio a su tarea de despertar a los habitantes de Paris y con él,
iban de la manos cientos de posibilidades y alternativas. Dependiendo del punto
de vista de cada individuo, las próximas horas traían consigo esperanza,
ansiedad, arrepentimiento, soledad y -lo más importante- la realización de un
sueño.
Los
rayos del astro rey, poco a poco se colaban dentro de una habitación blanca, alfombrada
con tela egipcia y engalanada con cuadros florales. Los adornos variaban en
color, tonalidad, elegancia y el detalle
dorado en la madera, parecía ser el toque característico del decorador.
En
el centro de la suite, sentada sobre una cama con sabanas de satín, cortinas de
terciopelo rojo y cabecero real, se encontraba una joven mujer arreglando su
cabello con manos temblorosas. Mientras escuchaba algo de música instrumental,
colocaba cada uno de sus mechones rubios en un moño alto y elegante. Quería
lucir lo mejor posible ese día y especialmente, para esa persona.
Cuando
pensaba en ello, la felicidad se mezclaba con la inseguridad y ella no pretendía
mostrarse de esa forma. Deseaba volver a ser la mujer de carácter fuerte y
decidido, que sin dudarlo ni por un segundo, le había dado la espalda a todas
aquellas chiquillas que trataron de usurpar el lugar de Evelin.
Las
había amado. Pero el sentimiento moría, en el instante en que recibía la verdad
por parte de un especialista.
Pero
de alguna forma, con Natalie no le sucedía lo mismo.
Ella
era especial y no solo por su semejanza con la Evelin que conoció. Sino porque
a su lado, fue capaz de imaginarse una vida llena de alegrías y travesuras por parte
de la niña. Era tan vivaracha y ocurrente, que de a poco se le fue metiendo en
el corazón y en pocas horas, se lo había ganado.
Quería
verla jugar junto a Luis. Escucharla en sus momentos de felicidad o tristeza y
ayudarla a crecer como una persona de bien.
Conocía
la historia de cómo llego al hospicio y era consciente de que intentar alejarla
de allí, era egoísta y poco conveniente para Natalie. Se notaba a leguas de
distancia que adoraba a las monjas y que con ellas, tenía lo necesario para ser
feliz.
Pero
aun si no se trataba de su sobrina, Anabel deseaba formar parte de su vida. Consentirla
en sus caprichos y si se lo permitía, presentarla en sociedad como su hija.
En
medio de esos pensamientos, dejó que el tiempo pasara sin ser consciente de
ello. Se examinó a sí misma en el espejo y a los pocos segundos de su
evaluación, Albert entro en la habitación ataviado con una camisa azul cielo y
unos vaqueros que no pretendían ir a la moda.
-Cariño,
se nos hace tarde -susurró.
Anabel
suspiró.
-Aun
no estoy lista –informó suavemente.
Su
esposo, interpretó correctamente su estado.
-Cielo
-se acercó a ella-, ya habíamos hablado de esto. Pensé que ya lo habías
superado.
-¡Lo
sé! ¡Pero se trata de algo tan importante para mí, que no sé qué es lo que debo
sentir! ¿Cómo debo actuar o cómo hago, para que la presión en mi pecho
desaparezca?
-También
es importante para mí y esa presión en tu pecho, no va a desaparecer -le
respondió pacientemente-. Yo me siento de la misma forma y ambos sabemos, que
podemos hacerla feliz.
-¡Pero
puede que ella no desee venir con nosotros! -Levantó la voz-. Si eso llegara a
pasar…
-…no
arbitraremos su decisión -terminó la frese-. A mí también me atrae la idea de
tenerla como hija, pero si no es lo que ella desea, entonces no hay que
forzarla.
-¡Para
ti es fácil decirlo! -Lo acusó, a la vez que se ponía en pie para encararlo-
¡Te basta con tener a Luis como heredero, pero mi sueño de tener una hija
siempre ha estado presente! ¡Tú no tienes ni idea, de cómo me siento! -Terminó gritando.
Él
no se quedó callado. No era la primera vez que Anabel lo atacaba con esos
argumentos y ya habían rebasado el límite.
-¡No
te atrevas a calumniarme así, nunca más! -Anabel se sobresaltó, al verlo gritar
por primera vez en años y blandir su dedo en su contra- ¡Yo bien se cuáles son
tus deseos y mi meta en esta vida, siempre ha sido hacerte feliz! ¡Pero ya
estoy harto de que me dejes el peso de nuestros problemas, solo a mí!
Anabel
se negó a llorar, por escucharlo decir lo que pensaba.
Sabía
que había sido injusta con él, pero que le digan a una mujer que ya no puede
tener más hijos, era un golpe terrible. Que aquello para lo que había nacido y
por lo que siempre esperó, se le negara de la noche a la mañana, la había dejado
destrozada. Ahora Natalie, parecía ser su única oportunidad de llenar el vacío
en su interior.
No
diría que era infeliz, porque no era cierto. Amaba a su esposo con locura y
adoraba a su hijo al borde de lo obsesivo; pero no haber alcanzado su sueño de
ser madre de una niña, no la dejaba disfrutar de esos regalos.
Sin
poder aguantar más el nudo en su garganta, las lágrimas se dejaron resbalar por
sus mejillas. Se tapó la boca, intentado en vano ahogar sus gemidos y ocultar
su vergüenza, para que Albert no se viera movido por la pena.
Este
se culpó inevitablemente y pese a su reticencia, consiguió sostenerla en
brazos.
-Perdóname.
¡Tienes razón! –Se encogió de hombros-. No puedo entender tu dolor, pero te
aseguro que yo también deseaba completar la parejita.
Anabel
se carcajeó por lo bajo, aun con la angustia presente.
-Pero
no debemos culparnos a nosotros mismos, por eso -tomó su barbilla, para que lo
mirara a los ojos-. Te amo Annie y si para hacerte feliz debo pelear por esa
niña, lo hare -la pasión en sus ojos, la sobrecogió-. Pasaré por encima de
cualquier barrera legal si hace falta y conseguiré que Natalie sea feliz a
nuestro lado. Pero pase lo que pase, no debes olvidar nunca lo que hemos pasado
juntos. Los momentos vividos y lo que hemos logrado -le obsequió un rápido beso
en los labios.
Por la
mente de la rubia, desfilaron los recuerdos de cuando conoció a su esposo, el
día en que contrajeron nupcias, el nacimiento de Luis y como se dieron fuerzas
mutuamente, para sobrellevar la muerte de Emma, William y la perdida de Evelin.
Cosas como aquellas hicieron de su matrimonio un muro inquebrantable y no iba a
dejar caer los pedazos, por el simple hecho de no tener todo lo que deseó. Porque
ahora, tenía mucho más que eso.
-Perdona
que sea tan infantil -se recostó en su pecho-. Pero tu estas en lo cierto. No
debemos obligarla a hacer algo que no quiere.
-Esa
es mi chica -besó su frente y la obligó a levantarse de la cama- ¡Ahora debemos
irnos o Henry nos dejara atrás!
Anabel
se incorporó, con los ánimos renovados.
-No
llegara muy lejos, sin nosotros -se burló.
-¡No
subestimes los recursos de ese demonio, mujer! -Exclamó dramáticamente- ¡Es
capaz de adoptar a Natalie por su cuenta, sin necesidad de tener mi firma!
-No
lo dudo -admitió-. Parece ser que le cogió cariño.
Cuando
bajaron al vestíbulo, vieron a su abogado esperándolos en la entrada del hotel.
Por su porte y seriedad, parecía más un
mayordomo que un hombre de negocios y sin embargo, a él le gustaba mostrar su
profesionalidad incluso en circunstancias como aquella. Solo en momentos
íntimos de la familia -a los que siempre era invitado-, se atrevía a sonreír y
mostrar su lado afable y entusiasta.
-¿Están
listos?
-Lo
estamos, “tío Henry” -se mofó Albert.
La
pareja sonrió jocosa, al ver como el joven se sonrojaba ante ese título. Solo
dos personas lo habían llamado así en toda su vida y esas eran, Evelin y
Natalie.
Todos
los interesados en lo que ponía ese pedazo de papel, estaban reunidos en un salón
junto a la enfermería y el calor de la mañana se sumaba a la irritación de los
presentes. Recientemente, se les comunicó que los resultados se habían
atrasado, debido a la negligencia del médico a cargo. La frustración se mezcló
con la incertidumbre y eso los tenía al borde de la anarquía. Actuaban de forma
opuesta a su personalidad, rayando lo que les quedaba de paciencia y haciendo
esfuerzos titánicos, por no aporrear la puerta del laboratorio.
-Lamento
todo esto -se excusó Madre Isabel-. Gabriel tendrá los resultados en un
momento. Por favor, ténganle paciencia.
-No
se preocupe, Madre -pidió Albert-. No nos importa esperar.
¡Mentira!
Estaban desesperados por escuchar el veredicto y el propio Gabriel, estaba
ansioso por ver lo que estos ponían.
Sin
embargo -contrario a la opinión general-, Natalie no se encontraba alterada o
siquiera molesta por la tardanza. Después de pasar la noche en vela y solo
dormir un par de horas antes del amanecer,
su cuerpo le exigía descansar y afortunadamente, el regazo de Anabel
estaba disponible y tibio. Bastó una mirada para pedir permiso y otra para
concedérselo.
Ambas
se encontraban en paz con las circunstancias y sus cuerpos en lugar de tensarse,
se relajaban con el pasar del minutero. Para ellas dos, lo que contara ese
papel era tan relevante, como prescindible. No lo requerían para saber que se
necesitaban mutuamente, pues veían en la contraria su complemento. Quien
necesitaba una hija, sabía que era correspondida por quien añoraba una madre.
Para
Natalie nunca faltó el amor incondicional de la hermana Carolina; pero el hecho
de que ni ella ni Joset la llamaran “mamá”, bastaba para saber que no era
suficiente. Siempre esperaron por la indicada y a Natalie, le habían tocado la
puerta.
Por
otro lado, Anabel se encontraba muy a gusto peinando esa melena dorada y cada
fibra de su ser, estaba predispuesta a luchar por la pequeña. Ya no sentía las
dudas atormentándola, ahora que Natalie dormitaba plácidamente junto a ella;
demostrándole que su cariño era reciproco. Se veía tan tierna e inocente, que
le temió a la idea de dejarla sola en ese orfanato y rezó para que las noticias
fueran favorables.
Mientras
tanto, las manecillas del reloj seguían caminando con pereza -taladrándoles los
oídos, con el incesante traqueteo- y los zapatos ya empezaban a taconear el
suelo, como si el solo acto hiciera la espera más llevadera. Pasaron quince
minutos, seguidos de media hora y todavía nada. Para entonces, el aburrimiento
era mayor que la curiosidad.
Sin
embargo, todos -incluidas Natalie y Anabel- se incorporaron rápidamente de sus
puestos, en el instante en que la puerta de la farmacia se abrió. Rodearon la
entrada expectantes e inclusive la Madre Superiora, se mordía las uñas por la
inminente noticia.
Con
toda la profesionalidad que las circunstancias le permitieron, el joven de
veinticinco años y cabello rojizo, se situó frente a los espectadores y se
sintió cohibido ante sus miradas exigentes. No se sentía preparado para ese
nivel de audiencia y menos si el mismísimo juez, lo observaba con insistencia.
Carraspeó
nervioso.
-Lamento
la espera -creyó prudente comenzar con una disculpa-. Mi nombre es Gabriel Letarv, encargado de las
instalaciones médicas del “Orphan Mesías” y delegado a notificarles el
resultado de la prueba de ADN entre Anabel Britch y la señorita Natalie, para
comprobar el parentesco entre las mismas.
Las
manos de las nombradas se apretujaron temblorosas, esperando así no caer en el
pozo sin fondo que se abriría bajo sus pies, en cuestión de segundos. Sin dejar
de observar al médico frente a ellas, no podían evitar mostrarse vulnerables y
por primera vez, Natalie se sintió desmayar.
Gabriel
-ignorando el matiz de emociones-, continúo con la lectura.
-Guiándome
por la estructura genética de las individuas y el margen de concordancia en su
ADN, declaro oficialmente que el examen ha dado…
Todos
aguantaron la respiración.
-…positivo.
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